Si te perdiste la primera parte pulsa aquí.
Después de
aproximadamente un mes y medio de preparativos en el cuál los tripulantes sólo se dedicabana a entrenar y a construir balsas, la expedición Huancavilca zarpó
hacia Oceanía el 27 de mayo de 1973. Los
12 tripulantes se dividieron en tres balsas: Guayaquil fue capitaneada por
Vital, Mooloolaba por Marc, y Aztlán por Jorge.
Junto con los hombres viajaban tres gatos: Minó en la primera, Piké en la segunda y
General en la tercera, en la cual también iba a bordo un mono.
Desde el principio el viaje fue
duro. Se encontraban frente a un mundo
diferente al que nosotros en la tierra conocemos. La mayoría de los días sólo veían azul en el
océano y más azul en el cielo, se
hallaban entre las garras de ambos monstruos. Uno los atacaba con tormentas y otro con olas salvajes que inundaban las
embarcaciones. El océano y el cielo son dos criaturas de alma infinita a quienes los hombres, sin importar la época siempre han temido, y por eso quienes salen airosos de sus garras siempre han sido considerados como héroes.
La comida era un problema. Su alimentación sólo consistía en
avena, café, papas, jugos enlatados y animales marinos que pescaban durante la
travesía. Así como algunos otros tripulantes, Jorge no comía, cada día se veía más débil y delgado, aunque la
emoción que el mar le provocaba era de lo que se nutría. Cuando salió de México, tenía un peso cercano
a los 110 kilogramos, el disminuyó a 85 antes su regreso.
El agua comenzó a escasear en poco
tiempo, pues sólo llevaban la necesaria para unas pocas semanas. Cuando esto sucedió tuvieron que sobrevivir
gracias al líquido dulce de las lluvias que atrapaban en cubetas, y para hacer frente a la
deshidratación provocada por el clima, tenían que beber un poco de agua de mar
todos los días para hacer frente a los minerales que perdían.
Un día las balsas se toparon con un
barco, y como su tripulación se percató de la situación de los marinos de la
expedición huancavilca, el capitán ordenó que se les regalaran latas de comida, botellas de vino y cigarros. Con estos víveres
pudieron comer un día como en los restaurantes lujosos de la tierra.
El único contacto que las balsas
guardaban con el mundo era a través de equipos de radio, los cuales sólo eran
utilizados para comunicarse a la tierra cada tercer día, y en caso de que
ocurriera algún desastre o emergencia.
TORMENTA DE DESESPERACIÓN
Aunque los navegantes tenían algunos
conocimientos para predecir el clima y el flujo de las olas, muchas veces la
incertidumbre era quien tenía la última palabra. A veces las tormentas y las corrientes lo
arrastraban con violencia, mientras que otras sucedía que pasaban hasta semanas
sin moverse. Entre más semanas transcurriían, la
vida se volvía más complicada, los marinos comenzaron a enfermar y a mostrar
señales de cansancio; incluso el chango que viajaba en Aztlán junto con
Jorge empezó a mostrar su desesperación: cuando por alguna razón no le daban de
comer, él tomaba medidas represivas, las cuales casi siempre consistían en
aventar al mar los víveres o utensilios de los marineros.
Algunos animales marinos también
fueron un obstáculo, durante casi todo el tiempo tuvieron que lidiar con
tiburones y ballenas que frecuentemente los acosaban. Sin embargo, el momento
más sufrido de la expedición fue cuando una de las balsas, Guayaquil, se
perdió en una tormenta que provocó olas cuya altura superaba los 10 metros. No
se supo de su paradero durante cinco días, y a los familiares de los marinos
nunca se les dijo cuál de las balsas había estado perdida. La historia de la balsa perdida quedó unos días como un sufrimiento misterioso.
Continuará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si lo que lees te hace pensar algo, comenta. Si crees que puede hacer pensar algo a alguien más, comparte.