Acerca de mí


Yo, señoras y señores, aunque no nací ahí, me gusta decir que soy de Lomas de Cocoyoc, porque es donde crecí. Un lugar que no es ni ciudad ni pueblo, pues a pesar de ser tranquilo y silencioso, no goza de la austeridad del campo, al mismo tiempo que su aire cosmopolita no viene acompañado de la cultura y el ritmo citadinos. Es un pequeño paraíso color verde decorado por un cielo azul que podría ser referido como la epitome de una pulcritud casi perfecta. Durante los meses de verano se ve jugar sobre las bardas de las casas blancas al espíritu rebelde de las joviales buganvilias, mientras que en invierno, caen desmoronándose sobre los pastos, las hojas blancas que dan cuerpo a las flores de los cazahuates. Pocas veces lo llamamos por su nombre, generalmente le decimos sólo Lomas, o simplemente Cocoyoc, lo cuál a veces resulta confuso debido a que a cinco minutos existe un pueblo con ese mismo nombre. Sobre nuestras ventanas se dibujan los volcanes, el Popocatépetl y el Itzaccihuatl, y aunque el primero de éstos está aún vivo, los rostros de ambos se encuentran cubiertos por el hielo.

Yo soy la sexta hija de mi padre, pero la primera de mi madre. Soy el fruto de la unión de una pareja tan dispareja que aún no entiendo como fue que pudo engendrar dos hijas sin que el objetivo fuera participar en un experimento o unir sus vidas bajo el contrato de un matrimonio convenido. Flores y Ramírez, esos apellidos me tocaron, y aunque sé que nada revelan del origen o de la personalidad de mis antepasados, a mí me gustan, Es muy poco lo que sé de aquellos a quienes debo la existencia de mis abuelos, y por lo tanto, de mis padres, sólo sé, y por vagas referencias familiares, que por mis venas corre sangre tapatía mezclada con guerrerense y jarocha, así como con vestigios de la de algún judío que llegó a México seguramente hace un siglo, y que entró en alguna de las aristas de mi familia ya después de haberse despojado de su nombre semita.

Nací en el año de 1990, en el día de Santa Eulalia, dos días antes de San Valentín, entre el ajetreo que causa a los floricultores y vendedores de chácharas con forma de corazón el día en que tienen que vender todo lo que no venden en un año. Mis primeros pasos los di gracias a la ayuda de una caja, a la que aún echo la culpa de haberme adentrado en el vicio de caminar sin que antes me hubiera preguntado sí dominaba los conocimientos básicos para ejercer el arte de gatear.

Fui a la escuela como una niña normal. Llegaba todos los días con mi mochila, mi uniforme y mi cabello largo despeinado, exactamente igual a como lo tengo ahorita. Ocupaba un pupitre y escribía sobre un cuaderno, pero sólo cuando era absolutamente necesario copiaba los apuntes. Casi nunca ponía atención, me la pasaba imaginando cosas que no venían al caso con las clases y jugando con los lápices de colores como si fueran muñecas Barbie. Mi mejor amiga de la infancia fue la soledad, con nadie recuerdo haber jugado más horas que con ella, juntas componíamos canciones y redactábamos poemas. Ella trasladó a mi alma su adicción por las letras y por las ideas, así como su gusto por ese género de música en el que el único instrumento que participa es el silencio. Junto con ella emprendí el proyecto de la fundación de un periódico redactado a mano y con letra espantosa de niña de primera, se llamaba “Escrúpulos del futuro”. Era mi medio de expresión, allí me quejaba de mi hermana, criticaba achaques de la casa, las manías de mis familiares, y retrataba los sucesos importantes que incluían las riñas intrascendentes de mis padres. Fue allí donde me enamoré del periodismo, de esa profesión que consiste en llevar a la mesa las verdades de cada día. Desde ahí nunca he dejado de escribir, lo he hecho en otro periódico que también yo inventé, que se llamaba “Horizonte”, en las revistas escolares, en mi diario, en los pupitres rayados, en los blogs y en todo lo que tenga espacio para un gramo de información acompañado de medio kilo de inspiración.
Sin embargo, no soy de esas personas que les gusta entregarse a una sola cosa, de esas que pueden pasar días enteros haciendo lo mismo sin sudar una gota de aburrimiento. No, yo soy de esas que les gusta dividir los días en pedacitos para después reacomodarlos junto con fragmentos de alucinaciones para que al final quede un mosaico de actividades y pensamientos que le dieron a cada jornada una esencia diferente. Ésta es la razón por la que, aunque amo escribir, estudiar y estar viendo de qué cosa extraña me entero, no es lo único que he hecho, pues también he dedicado muchas horas a otras cosas, como el aprendizaje del piano, los problemas matemáticos, con los que he tenido una relación de amor casi platónico, y sobre todo, con un deporte que llegó a convertirse en mi mejor amigo y maestro de la vida: el tenis. Comencé a jugar cuando tenía como diez años, y desde ese entonces mi existencia ha estado regida por sus reglas, y es a él a quien le debo tantas cosas que sé que no podría pagarle aunque firmara un pagaré que se venciera en la eternidad. Gracias a él he recorrido el país de lado a lado varias veces en medio del ajetreo de los torneos y los entrenamientos, he conocido a mis mejores amigas, a mi novio, y a muchas personalidades interesantes que les ha ido mejor que a mí y que ya figuran en las listas de los torneos Grand Slam. Pero lo más importante, es que las canchas fueron el salón en el que se celebró aquella fiesta en el que la vida me presentó conmigo misma, ahí me conocí y me di cuenta de que ya el tenis me había hecho a su forma, ya me había dejado marcada con su sello, con ese algo en común que llevamos las personas que andamos en ese deporte.


Cuando terminé la preparatoria en Lomas de Cocoyoc a los 18 años, tuve que enfrentarme a la angustiosa situación de no saber que hacer; ahí no hay universidades, por lo que era un hecho que me tendría que ir. Vi la posibilidad de conseguir una beca deportiva en alguna universidad estadounidense, pero no le encontré mucho sentido, pues era una realidad que si cruzaba la frontera no sería para entrar a alguna institución de abolengo como Yale, Harvard, MIT o algo así, sino a alguna escuela “del montón” que necesitara de una jugadora con mis características y que quisiera patrocinar mi educación a cambio de tenerme jugando y estudiando bajo presión. Sabía que no quería eso, el problema era que me faltaba saber que era lo que realmente sí quería, las opiniones familiares me confundían y sólo me hacían bolas. Cómo no decidía nada concreto, el entorno decidió por mí y entré al Tecnológico de Monterrey campus Cuernavaca a la carrera de comunicación con una beca deportiva que no me convenía del todo pero que aparentaba ser una solución para estudiar cerca de mi casa y en una institución que presumía de prestigio. Pero me estaba engañando, y lo peor era que lo sabía, no me gustaban ni la universidad ni su sistema, no encajaba en su ideal de que todos los alumnos tienen que ser iguales. Me resultaba tedioso eso de estar todo el día encerrada en aulas hermosas que sólo son el escenario de clases aburridas. Así que decidí salirme e inscribirme en el siguiente concurso para ingresar a la UNAM, que por ser noviembre sólo ofrecía la posibilidad de aplicar para sistema abierto, situación que no me pareció relevante porque, a decir verdad, siempre había soñado con estudiar sola, a mi ritmo y en mis horarios. Desde el día que vi que había pasado el examen mis días han estado llenos de una felicidad que no había conocido antes, y que creo que se trata de un sentimiento que sólo entendemos las personas que hemos vivido el ambiente de esta Universidad, pues aunque no tengo que asistir a clases diario,casi  todos los días voy  a la escuela. En las primeras horas de la mañana siempre estoy disponible para quien me busque en las mesas de estudio de la Biblioteca Central o de la Facultad, algunas veces consigo asistir a alguna conferencia que sea alrededor del medio día, acerca del tema que sea, para después irme a un área de Ciudad Universitaria donde ya formo parte del paisaje cotidiano: las canchas de tenis, allí entreno con el equipo representativo todos los días hasta eso de las cuatro.

Puedo decir que mis días son demasiado felices, a veces creo que no merezco que lo sean tanto, sobre todo cuando trato con gente de mi edad, que por más que lo intenta, no logra hacer lo que le gusta por razones de las que ni siquiera son culpables. Simplemente amo vivir, y si escribir significa revivir lo que ya estamos viviendo, es algo que amo aún más, por eso es que lo hago y quiero hacerlo de por vida. Tal vez lo único que me hace falta es que las mañanas estuvieran conformadas por un mayor número de horas, para así tener más tiempo que dedicarle a una de mis pasiones escondidas que últimamente he tenido algo descuidada: las matemáticas, aunque cuando no tengo tiempo de visitarlas, me conformo con contemplarlas cada vez que percibo un objeto con los ojos. También me hacen falta las horas necesarias para leer el periódico completo cada madrugada, para entender mejor lo que me dejan leer en la escuela, ojalá las obras de los clásicos pudieran asimilarse como las cápsulas que contienen medicinas, pero sí así fuera, todo el cosmos que representa el paraíso universitario de libros y eruditos se resumiría a la triste fachada de una farmacia, totalmente ajena a la inspiración que produce el sentimiento de ver una biblioteca y sentir la impotencia soñadora que deriva del inalcanzable deseo de querer saberlo todo.

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